Son incontables los títulos de las hazañas de Goku y compañía que hemos visto a lo largo de los años. Pero esto que ahora que ahora tanto abunda tuvo un inicio que fue un verdadero tsunami en nuestro querido cerebro dela bestia. A las puertas del inminente te Dragon Ball Z: Sparking! ZERO qué mejor que echar la vista atrás para recordar aquellos primeros combates pixelados.
La moda de la importación
La obra de nuestro mentor, el señor Akira Toriyama, no solo revolucionó el mundo entero a finales del siglo pasado si no que todavía lo sigue haciendo un legado con una proyección a diez años vista que continúa captando seguidores día a día. No sólo expandió el manga y el anime como nunca nadie hará, también hizo lo propio en la industria del videojuego cuando la serie salió del país del Sol Naciente. Dragon Ball Z: Super Butōden tiene la culpa de ella.
Por aquel entonces la distribución de cartuchos no era algo tan establecido y centralizado como ahora. La época de NES daría para hablar horas y horas de cómo, quién y cuando se encargaba de hacernos llegar los juegos a nuestros hogares y su estela continuó siendo así durante, al menos, los primeros años de SNES en el mercado. Nintendo además marcaba limitación regional en sus máquinas y la ausencia de internet hacía que las legendarias Hobby Consolas o Nintendo Acción fueran nuestra única base informativa.
Por cerca de 20.000 pesetas (no hubo un precio fijo) podíamos conseguir el deseado Dragon Ball Z: Super Butōden en su versión japonesa e hizo crecer el mercado de la importación.
Y precisamente en ellas apareció. Un juego de lucha 1 contra 1 de la serie que marcó la infancia de toda una generación. El Street Fighter II que haría enfrentarnos al por aquel entonces el principal villano de Dragon Ball: Célula. Pero eso no significaba que las imágenes de las revistas llegaran a poder ser jugables en casa algún día. Estábamos cansados de ver como el mercado japonés recibía títulos y más títulos que no cruzaban el charco lo que nos hizo entrar en pánico. Un temor que las tiendas más espabiladas supieron convertir en negocio.
Por cerca de 20.000 pesetas (no hubo un precio fijo) podíamos conseguir el deseado Dragon Ball Z: Super Butōden. El primer juego de lucha donde éramos Super Saiyans. Pero esto no era suficiente. La restricción regional había que sortearla y para ello necesitábamos un adaptador adicional en el que insertar todos nuestros ahorros materializados en un cartucho además de un juego PAL para engañar a la máquina. Los Honey Bee y similares hicieron su agosto gracias al juego desarrollado por TOSE.
Se rompieron demasiadas huchas para conseguir el cartucho de la izquierda.
Llegó el dragón
Todo esto ocurrió en 1993 y Bandai no podía permitirlo. A finales de ese mismo año la compañía, con mucha presencia en Francia, lanzó en mercado PAL, al fin, tanto el juego de SNES como la primera aventura de Dragon Ball para NES. El mercado de importación explotó gracias Dragon Ball Z: Super Butōden pero no murió ahí y continuó su camino a lo largo de las años siendo una vía más para los deseosos de, por un lado, títulos que no podrían jugar de otra forma y otro, disfrutar de ellos lo antes posible en un momento donde no frecuentaban los lanzamientos simultáneos entre regiones.
Pero el juego de Son Goku no fue solo un capricho del momento. Si bien estaba a los luz de los grandes del género, también tenía suficiente personalidad como para marcar las pautas de toda una serie de juegos marca de la casa. TOSE, los desarrolladores fantasma por excelencia, se sacaron de la manga lo conocido como Split Screen, una forma de dividir la pantalla en dos que permitía alejar lo suficiente a los luchadores como para realizar sus ataques más poderosos o surcar los cielos.
El sistema Split Screen era una forma de dividir la pantalla en dos permitiendo alejar lo suficiente a los luchadores como para realizar sus ataques más poderosos o surcar los cielos.
Jugablemente es un juego lento, tosco y poco preciso pero tenerlo y disfrutar de él en su momento fue algo maravilloso. Ya no sólo por un momento donde el merchandising como tal era algo casi desconocido (otra cosa de la que la serie del tito Tori fue partícipe) si no por la de convertirse, durante unas cuantas tardes, en la envidia de todo el colegio. Los Kame-Hame-Ha estaban en boca de todos y el ansiado cartucho hacía que inevitablemente las casas con él fueran el lugar de reunión ideal para afianzar la pasión por la franquicia.
Bandai no se cortó un pelo y tanto este como sus secuelas nos llegaron en perfecto francés, el elenco de personajes inicial se podía ampliar mediante los populares códigos de trucos y nunca 11.990 pesetas, mucho menos que el desembolso por una copia de importación, fueron tan bien aprovechados. Había ilusión. Más que ofrecer un producto de calidad, hubo ganas de hacer algo para contentar a los fans y es algo que inevitablemente lo relaciona con lo que parece ser el leitmotiv de futuro Dragon Ball Z: Sparking! ZERO y que esperemos llegue a consolas Nintendo como ha ocurrido con los últimos juegos de la serie.
El mercado de la importación iluminó a Bandai a llevar el juego a más territorios.